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ISSN 1989-4163

NUMERO 81 - MARZO 2017

Alimañas

Paco Piquer

             ¡Corre, niña! ¡Corre! No dejes que te alcance de nuevo. Piérdete entre la espesura del bosque. Tú sabes cómo hacerlo. Conoces como nadie esos árboles y esos zarzales enmarañados, donde hasta las alimañas podrían extraviarse. Silencio. Un momento de silencio hasta que desaparezca la sombra oscura que te persigue y consigas calmar tu pecho agitado. Observa con tu joven prudencia y comprueba que el peligro ha pasado. Después sube la colina y regresa a tu vieja casa del cortijo.  Tu madre habrá puesto ya la mesa y te aguardará la sopa caliente del cariño. Tu padre se estará lavando en el patio, en silencio, mientras  la luz huye de la amenaza del crepúsculo. La jornada habrá sido dura preparando las tierras para el barbecho. Después, descansa tu agitado cuerpo entre las sábanas, quizás un tanto ásperas, que ansían tu calor adolescente. Y no pienses más, no sueñes con aquel dolor absurdo que la vida te ayudará a olvidar. Ya no deberás mentir, como aquel día. Yo te protegeré, niña. Mientras viva.

–¿De dónde vienes tú, a estas horas? – Marcial se seca las manos con un paño que cuelga luego con cuidado del alambre que atraviesa el patio, repleto de pinzas que aguardan la colada, como gorriones posados en un cable.
            –Se me perdió una cabra cerca del bosque, junto al arroyo –Peyo se acerca también a la tina. Le escuecen los rasguños de las manos al sumergirlas en el agua para lavárselas. Las zarzas no perdonan a quienes se atreven a desafiar sus espinas traidoras.
             –Ya te he dicho que les ates las patas. –Marcial le riñe sin reñirle–. Vamos a cenar. La niña habrá llegado ya.
            Peyo sigue la figura algo encorvada hacia el interior de la casa. Piensa que lo quiere como a un padre, más que al padre que se llevó por delante un cartucho del doce disparado por uno de aquellos inexpertos invitados de los amos, que, de vez en cuando, organizan orgías de muerte y despojan de perdices y conejos, por una temporada,  aquella finca que, a duras penas, y cada vez con menor presupuesto, mantienen Marcial y su familia.
            María les  sirve una escudilla. Marcial moja pan blanco en el potaje y Peyo come a lentas cucharadas, con la vista en Cecilia, que le mantiene la mirada con la expresión firme de la confidencia. Cecilia ha cumplido apenas los catorce. Es alta y bien formada para su edad. Su desparpajo exaspera a Marcial.
            –No sé dónde has aprendido esos modales, hija –la reprende en ocasiones.
            Cecilia acude a diario a la escuela del pueblo, distante apenas un kilómetro. Al salir de clase, se reúne con sus amigos en la hamburguesería que los tiempos nuevos han traído a la plaza. Risas, rubor de novios incipientes, caricias apenas, promesas de besos furtivos al atravesar el bosque, camino de las casas más apartadas.
            – Te digo que vas a ayudar en la casa grande –Marcial acaba de arruinar los planes de su hija–. Los señores tienen invitados el fin de semana y María se afana ya en los preparativos necesarios.
            Peyo asiste en silencio a la conversación.  Cecilia, contrariada, se levanta de la mesa y abandona la cocina donde comen.

            Peyo y Cecilia no concilian el sueño aquella noche. Desde la cocina llegan hasta sus habitaciones las voces alteradas de Marcial y María. Los caprichos de los señores y de sus invitados se vuelven exigentes órdenes que perturban por unos días el trabajo honrado y metódico de toda la familia. Peyo piensa ya en los preparativos que a él le corresponden. Repasar los puestos para los cazadores, preparar los perros, convocar a algunos mozos del pueblo que, bajo su experiencia, recorrerán el bosque azuzando hacia el claro a las inocentes víctimas de las escopetas de la riqueza. Y piensa además en la belleza de la niña que, cercana, intenta refugiarse para dormir en recuerdos más placenteros.

            Pero los pensamientos más sombríos de Cecilia se han apropiado de la oscuridad de su cuarto de paredes encaladas y se debaten  entre el asco y el dolor. Entre el miedo a las cicatrices del pasado y el terror intuido en el futuro de los próximos días. Desde el día en que aquel automóvil se detuvo en la plaza, frente al grupo de jóvenes.
            –Hombre, Cecilita –Ramón Liébana, conde de Fonseca, desciende del coche, al reconocer entre aquellos muchachos a la hija de los aparceros de su finca–. Ven, sube. Te acompañaré a casa. –Su mirada analiza con lasciva experiencia la carne joven prieta en los ajustados tejanos, la sonrisa inocente, la vanidad inconsciente de subir a aquel símbolo del poder frente a sus amigos.
            –Hasta mañana –se despide la niña. Presumida. Orgullosa.

            Desde el ventanal del bar, donde apura un vino, –es víspera de fiesta y mañana no acompañará al gallo con sus bostezos– Peyo contempla la escena moviendo la cabeza en una negación instintiva.
            Cómo quiere a aquella niña. Sin lazos de sangre. Más que con ellos. Es su hermana pequeña, desde que, al morir su madre, Marcial y María se hicieron cargo de su desgarbada juventud y lo aceptaron como un hijo.
            De pronto cae en la cuenta de que la presencia imprevista de Don Ramón significa trabajo. Vacía el vaso, y, en su renqueante bicicleta, regresa a la casa por el atajo del bosque, que la luz mortecina del farol apenas ilumina.
            –Ha llegado el amo, Marcial –anuncia al entrar.
            María suspira, intuyendo obligaciones extraordinarias. Marcial, agotado, maldice en voz baja.
            –Cecilia viene con él desde el pueblo. En el coche –añade Peyo, alentando el sobresalto inmediato de la mujer y un casi imperceptible rictus de atención que tensa el rostro curtido del hombre.

            No está solo el amo  en el coche. A su lado una mujer vestida con elegancia mira con curiosidad a la muchacha, que saluda tímida desde el asiento de atrás. Cecilia no reconoce en ella a la condesa, que la hubiese saludado con aquel “¡Hola, Chispita!”,  que tanta rabia le da ahora que ya ha cumplido los catorce.
             – Te presento a una amiga, Cecilia –explica Ramón Liébana, con la vista fija en el camino de la finca, cuyos baches amenazan con dislocar la amortiguación del lujoso coche.
            La mujer se ríe al escuchar la presentación.
            –Qué maleducado eres, Ramón. –Se vuelve hacia la niña–. Me llamo Amparo y, sí, soy una amiga de Ramón. –Las risas aparecen de nuevo–. Una buena amiga. 
            Cuando llegan al patio del cortijo, Marcial y María les aguardan. Cecilia corre hacia la casa, sin despedirse. En la cocina, Peyo suspira, aliviado.

            A la mañana siguiente, María se afana en la cocina. Ha horneado el pan y lo deposita con delicadeza en unas bandejas junto con manteca y confituras que ella misma prepara.
            – Ayúdame, Cecilia –ordena a su hija.
            La niña rellena unas jarras con leche y café recién hecho que impregna con su aroma la estancia. Bajo el sol incipiente de la mañana, atraviesan el patio que comunica con la casa grande. El silencio acoge sus pasos quedos en el salón, donde disponen el desayuno para el amo y su amiga.
            La casa grande despierta siempre en Cecilia la  curiosidad ante lo desconocido y recorre, inquieta, los pasillos dormidos. Las puertas cerradas mantienen el misterio de las horas que allí transcurren en las visitas intermitentes de los amos. La casa huele a cerrado, a antiguo, a esplendor decadente. Se sobresalta la niña al abrirse, de pronto, la puerta del dormitorio principal. Es la primera vez que ve un hombre desnudo. Ramón Liébana se detiene frente a ella, que permanece petrificada por su osadía, hipnotizados los ojos, fijos en  su sexo fláccido, que él no intenta cubrir.
            –El desayuno… el desayuno –balbucea Cecilia escapando del encuentro inesperado.
            –¿Dónde te habías metido? –pregunta la madre–. Te he dicho que no me gusta que vayas por ahí, husmeando –la reprende.
            La niña recupera el pulso. María termina los preparativos y las dos regresan a la casa. El sol seca, despacio, el rocío que la noche ha depositado en las losas de granito del patio.

               ¡Huye, niña! ¡Huye! Que la fiera anda suelta. Que he visto en su rostro esa mirada de sucio deseo. No te detengas. No vayas sola a los sitios donde acostumbras a perderte para disfrutar de tu soledad. Las alimañas poseen el instinto aventajado del mal. Husmean a su víctima, son pacientes, esperan su momento. No dejes huellas. Equivócale con caminos desconocidos. Agótale. Las sabandijas cansadas se retiran a sus madrigueras, aunque, no bajes la guardia, niña, no duermen inventando nuevas trampas. Son listas, niña. Muy listas. Yo estaré cerca. Tan cerca como me sea posible. Pero podría no llegar a tiempo. Como la otra vez. Cuando te hizo daño. Cuando lo supe todo de tu boca temblorosa y asustada. Cuando te despojé de las espinas del zarzal en que  refugiaste tu cuerpo maltratado. ¡Huye niña! Que la fiera ha gustado de tu miel primeriza y regresa, golosa, para un nuevo festín.

Se ha portado bien Amparo, piensa Ramón Liébana, contemplándola obscena, desnuda, manteniéndole una mirada que le promete de nuevo vicio, lascivia pagada, tras la tregua.
             –Una buena amiga –se burla, riéndose, de las palabras que ella dijo a Cecilia en el coche. –La más  puta, eso es lo que eres.
            El recuerdo de la niña acude a su mente mientras sale al pasillo buscando el baño. Y el recuerdo se materializa, inesperado, frente a él. Cecilia contempla su cuerpo con los ojos de la sorpresa. No intenta cubrirse. En un instante se transforma en el exhibicionista que se excita al mostrarse desnudo. La niña escapa. Bajo la ducha, Ramón se manosea el sexo mientras compara, casi con asco, la pasión sucia que acaba de dejar en la habitación, con aquella virgen que, en el comedor, está preparándole el desayuno.
            –Vas a marcharte enseguida. –Amparo acoge con sorpresa las palabras de Ramón–. Vístete. Peyo te acompañará a la estación. –Le arroja sus ropas sobre la cama. 
            –Pero…. – la mujer inicia una tímida protesta.
           No hay excusas. Una súbita obsesión se ha instalado en la mente de Ramón Liébana. Una mezcla de poder, de deseo, desatados los instintos más primitivos, el joven pecho breve,  las formas perfectas,  la inocencia sin mancillar…

            Peyo conduce, pensativo, el coche del amo. En el asiento trasero, Amparo, rompe su silencio.
          –¡Cabrón! –El insulto destila todo el odio que en ese instante transfigura el rostro aún joven de la mujer–. Seguro que quiere tirarse a aquella putita.

            La niña Cecilia está turbada. Ha intuido en su piel intacta la mirada viscosa del deseo por primera vez. Hasta sentir sobre ella los ojos de Ramón Liébana, presentía que su belleza despertaba en los hombres instintos más puros. Miradas delicadas, preludio de tiernos juegos, de caricias inocentes, lejos aún de la entrega urgente de dos sexos excitados.
             –¿Dónde tienes la cabeza, niña? –Maria reprende a su hija. Sus manos temblorosas han derramado sobre el caro mantel de hilo el rojo contenido de una copa de vino–. Dispénsela, señor. –La disculpa provoca una sonrisa en el rostro del amo–.  Vete a casa. Yo terminare de servir la comida.
            Cecilia escapa de la casa grande. No soporta la tensión que, intuye, provoca su presencia. Sus ligeros pasos atraviesan el huerto, los campos de maíz que su padre cultiva, que cultivó su abuelo y que ella espera no haga Peyo, aunque ahora sea de la familia, escapando a nuevos horizontes, sin convertirse en un nuevo esclavo al servicio de la decadente fortuna de los Liébana. Han hablado tantas veces Peyo y ella del futuro… De las posibilidades que ofrece la ciudad. Se sienta pensativa en la peña que domina el río, el escenario de sus inquietudes. Allí se refugia cuando quiere escapar de la realidad de su vida, soñando con horizontes más amplios para su juventud. Le sobresaltan los pasos furtivos que se acercan por su espalda. Con el sol tras él, se recorta oscura la figura del amo adquiriendo proporciones que a la niña se le antojan gigantescas.

            Regresa Peyo de la estación. Ha dado un rodeo, disfrutando de la conducción suave del magnífico automóvil. Al llegar al camino que bordea el río, cerca ya del cortijo, la figura conocida de Cecilia aparece frente a él, confundida en la solana del mediodía. Un extraño presentimiento le hace detener el coche y observar, alarmado, su caminar extraño, sus tejanos en la mano, su blusa rasgada. La alcanza Peyo y lee la tragedia en sus ojos sin llanto. No hacen falta palabras. La ayuda a vestirse, a recomponer su desnudez maltratada. La silenciosa tristeza acompaña sus pasos hasta el cobertizo de las herramientas. En la casa, recupera algunas prendas de ella. María y Marcial, en la cocina, han empezado a comer, ignorantes de su presencia. Todo el amor por aquella chiquilla se manifiesta en los gestos con que lava sus rasguños, con que restaña sus heridas, los arañazos de las zarzas que han dejado huellas de sangre en su piel blanca. Huelgan las preguntas ante la evidencia dramática. El secreto es sellado en silencio, el contacto de sus manos como maestro de la ceremonia de su confidencia. Esperan aún unos momentos hasta que Cecilia se ve con ánimo para entrar en la casa,  para musitar una excusa.
            –No me encuentro bien, madre. No voy a comer. –Y se retira a su habitación, a sus paredes blancas, donde estalla por fin en un llanto cálido de impotencia, que Peyo escucha, cercano, con la mente y el odio puestos en la casa grande, al otro lado del patio.

             El temido mañana se acerca con la incierta luz que alumbra, tenue, el cobertizo donde Peyo ultima los preparativos para la cacería. En el patio, la algarabía de los perros despertará a los invitados del amo. Algunos estarán ya vistiendo sus caros trajes de montería, maldiciendo la temprana hora del evento. Los más madrugadores  picotean el desayuno que María ha preparado en unas mesas alargadas. Las relucientes escopetas reciben en sus recámaras los cartuchos portadores de muerte.
            Hace ya horas que Marcial ha subido al monte para revisar los puestos. La niña Cecilia no se ha despertado aún. Se ha dormido tarde, recordando la última vez que vio al amo, que sintió en su cuerpo la barbarie de la lujuria sin freno, inventando pretextos con los que evitar la náusea que va a provocarle su presencia.
            Junto a Peyo, en el cobertizo, los dos perros más nobles, sus favoritos, los que obedecen hasta sus gestos, escuchan inquietos los ladridos de la jauría, extrañados de no poder participar en aquel jolgorio.  
            Ramón Liébana saluda a sus invitados, se ocupa de controlar los últimos preparativos, reparte los puestos.
            –¿Todo listo, Peyo? –pregunta al verle aparecer desde el cobertizo, con los dos perros atados por sus correas–. Tu vendrás conmigo –ordena.
              Al cruzar el patio, su mirada se detiene un instante en los ojos de la niña, que acaba de despertarse y desde la puerta de la casa de los aparceros le vomita el hielo de su odio incontenible.
            El sol se levanta perezoso en el horizonte de encinas, despejando las últimas brumas del amanecer. La comitiva se pone en marcha. Los caros todo terreno conducen a sus puestos a soñolientos participantes que mataran por diversión. Pocos de ellos son realmente aficionados. Casi ninguno ha tenido antes en sus manos un arma. Bien lo sabe Peyo.
            Y en eso piensa mientras camina tras del amo, los dos perros tirando con fuerza de sus correas, obligándole a caminar a trompicones.
            –¿Qué puesto me has reservado, Peyo? –Ramón Liébana, pregunta sin volverse, con la prepotencia del que no puede caminar junto a su empleado.
            –La peña que domina el río, junto a los zarzales. Le tengo preparada una sorpresa. –Hay un cierto misterio en la respuesta de Peyo.
             El amo sonríe, intentando adivinar. ¿Perdices en bandada, que cruzarán volando a baja altura, hacia el páramo? ¿Conejos? Seguro. ¿O será quizás aquel jabato que avistaron en la última batida? Ramón se excita sólo con pensar en cobrar aquella pieza y sus manos húmedas aprietan la culata del caro rifle.
            También sonríe Peyo a su espalda, mientras suben la empinada cuesta que lleva hasta el risco. Se escuchan los primeros disparos en la lejanía. Ladran los perros de Peyo al escucharlos. Las correas tensas por sus tirones. El sudor en las manos del amo. El brillo del pavonado de los cañones. La ceremonia de la muerte ha comenzado.

            María y Cecilia hacen las camas que han deshecho los sueños inquietos de los invitados.
            –¿Qué tal, Chispita? –El habitual saludo de la condesa interrumpe a la niña, que reprime sus deseos de escupir en el lecho, que alberga aún la huella cálida del cuerpo del amo, todo su asco, todo su odio.
            –Bien, señora. –Cecilia siempre ha respetado a aquella mujer que la trata con educación–. Me llamo Cecilia, señora –añade recordándole que ya no es una cría.
            –Es cierto, disculpa –se excusa la condesa–. ¿Cuántos años tienes ya? ¿Doce? ¿Trece? –Con la mirada mesura sus formas mientras pregunta.
            –Catorce he cumplido, señora. –La mujer parece sorprenderse.
            –¿Catorce…? Como pasa el tiempo. Ya debes tener novio, ¿no? –Parece divertirse con el interrogatorio.
            La niña no responde. Su semblante serio le da la espalda, inclinada mientras dobla el último embozo.
            –Ramón me ha hablado de ti. Quizás deberías venirte con nosotros a la ciudad. –Un escalofrío recorre el espinazo de Cecilia al escuchar estas palabras–. Podrías ayudarme en casa, cuidar de mis hijos. Acudir a una buena escuela…
            Las palabras de la condesa son interrumpidas por un súbito rumor que llega desde el patio. Voces urgentes, agitadas, carreras hacia el teléfono. ¡Un médico!  María grita…
             –¡Dios mío! ¡Dios mío!  Es el señor…
            Del brillante todoterreno, Peyo y Marcial sacan el cuerpo ensangrentado de Ramón Liébana.

            Ya pasó todo, niña. Ya pasó. Tus heridas y tu odio cicatrizarán y llegará el olvido. La fiera ha dejado de atacar. Mi ofrenda es el terror que he visto en su mirada antes de morir. En el mismo sitio donde tu gritaste tu impotencia. Donde los perros de la lujuria destrozaron aquel día tu virginidad, mis fieles camaradas han helado su sonrisa con certeras dentelladas. Pero estoy seguro de que ha visto la mía, y en la mía la tuya, con el último aliento. Mira mis manos. No perdonan las zarzas. Las mismas espinas, donde te refugiaste huyendo de la alimaña, son las que han cortado las mías cuando he recuperado su cuerpo inerte. Para jugar a la pantomima de la urgencia. Cuando los demás han acudido a mi grito.
            Todo ha pasado niña, el tiempo lo cura todo.
             O casi todo

Alimañas

 

 

 

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